EL LIBRO BALSÁMICO
Lentamente caía una calurosa tarde de julio en la casa de mi amigo el bibliófilo “X”, lo que nos obligó a refugiarnos en un lugar fresco, concretamente bajo el alto techo de muros anchos de su biblioteca, donde la temperatura era mucho más soportable que en el resto de las estancias. Nos encontrábamos justo en su mitad, sentados alrededor de una gran mesa redonda de madera oscura, haciendo juego con las largas hileras de estanterías repletas de libros. Por un ventanal, situado en un lateral, entraba inmisericorde una deslumbrante bocanada de sol que iluminaba toda la estancia, pero lo suficientemente alejada para no afectarnos directamente, pero aun así el ambiente estaba ciertamente caldeado. Sin embargo, a mi amigo no parecía afectarle aquel bochorno, encontrándose de pie, con una sonrisa de oreja a oreja, sosteniendo un libro abierto hacia nosotros, mientras nos contaba, con gran vehemencia, sus pormenores más insignificantes. Se trataba de una edición en castellano de Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas, impresa en 1853, y se encontraba bellamente ilustrado con 181 grabados. Mi amigo aseguraba que aquel ejemplar, ya de por sí peculiar en cuanto a su excelente estado de conservación, era un volumen único, debido a que en una de sus primeras páginas —algo amarillenta por el lógico paso del tiempo—, alguien había escrito sus iniciales, y éstas coincidían exactamente con las suyas. Y es que, -en palabras de mi amigo-, cada lector obtiene los libros que está destinado a poseer, y aquel libro, junto con aquellas iniciales, estaba destinado a tenerlo a él, como en un raro caso de posesión en donde una persona atrae irremediablemente un ejemplar en concreto.
El caso es que, mientras mi amigo disertaba sobre estas y otras cuestiones, me llamó la atención que, justo encima de la mesa, entre papeles desordenados y objetos propios de un escritorio, reposaba un pequeño libro de color verde oscuro con el lomo dorado, con la figura de un barco grabada en una portada lisa y anodina. Normalmente no suelo interrumpir a mi amigo, pero en aquella ocasión —quizá debido al sopor de aquella calurosa tarde, o quizá a la larga y pesada charla—, me atreví a preguntar sobre aquel volumen.
…—Es un libro que versa sobre la naturaleza —apuntó mi amigo en tono pueril. —Sus páginas están repletas de vegetación y de agua, de árboles, de viento y de humo, pero de una forma un tanto peculiar: con él puedes viajar a lugares donde la tierra es húmeda o se encuentra quemada, a bellos jardines, a bibliotecas antiguas o a la cubierta de un barco en alta mar.
Aquí mi amigo hizo una corta pausa, mientras observaba nuestras caras de asombro y sonreía brevemente.
—En realidad, —continuó aún con una mueca en su rostro—, el libro es una colección de poemas infantiles que Robert Louis Stevenson escribiera en 1885: A child’s Garden of Verses, y que fueron dedicados a la enfermera de su infancia, Allison Cunningham. Es una edición inglesa de bolsillo de 1907, y posiblemente con una de las dedicatorias más bella que he leído.
A continuación, mi amigo abrió el libro por su primera página y empezó a leerla en un inglés perfecto.
Molly, on her Birthday with love, from Dadsie.
April 20th 1908
“The world is so full of a number of things, I’m sure we should all be as happy as kings.”
Seguidamente, mi amigo abrió el libro por una página cualquiera, cerrándolo de golpe unos instantes después, como si fuera un tesoro que temiera que se lo robaran. Tras lo cual continuó hablando.
Nos contó que lo había adquirido en una librería de viejos, abandonado a su suerte en una estantería desvencijada, justo detrás de una pila de volúmenes de una enciclopedia anticuada y obsoleta.
¿Y por qué dices que es un libro que versa de naturaleza? -- le pregunté intentando volver al contenido del libro.
—Lo es porque realmente posee todas las posibles formas en que la naturaleza se manifiesta, -- respondió -- como la fragancia de un césped recién cortado o el sabor del agua salada del mar… incluso aquellos que son malos o nauseabundos, como el pescado podrido o el agua estancada. Si me preguntas el por qué, no tengo una respuesta, o por lo menos no una sola.
En este punto abrió el libro y lo dejó extendido sobre la mesa.
--Se diría --continuó-- que, a lo largo de sus más de cien años de existencia, ha pasado por muchos dueños, y sobre todo, lugares. Lugares que le han impregnado de toda clase olores y fragancias —malos y buenos—, y ahora, tras tanto tiempo, los escupe de alguna forma que no puedo comprender.
Ahora, la estancia donde nos encontrábamos parecía más gris y oscura. El sol que antes entraba por el ventanuco había desaparecido casi del todo, y unas sombras grisáceas se colaban recordándonos que la noche se acercaba. Todo esto pude observarlo sin esfuerzo puesto que el silencio se había adueñado del lugar. Nadie se movía de sus asientos, salvo para vislumbrar, o mejor dicho, olisquear aquel libro que ahora reposaba extendido sobre la mesa.
Y fue entonces cuando empezamos oler a hierba fresca y a rosas, a flores silvestres y jacarandas, como si estuviéramos, realmente, paseando por un jardín. Era curioso ver a mi amigo, allí de pie, sonriendo, y todos nosotros olisqueando el aire como perros sabuesos. Después, cerró el libro, y aquella fragancia, aún en el ambiente, cortó mis pensamientos de golpe.
Alguien preguntó sobre cuántas fragancias podía exhalar el libro.
—Parece que cada página tiene una fragancia distinta, y no siempre la misma. Cada vez que lo abro exhala un olor diferente. Hasta ahora no he encontrado ninguna repetida. Tampoco sé hasta cuándo durará su impregnación, si es que alguna vez se acaba.
Durante los siguientes minutos no pudimos resistirnos a abrir varias veces el libro por páginas diferentes, e incluso la misma página, pero el olor siempre era distinto. Aquello sí que era un descubrimiento, un verdadero libro que te hacía viajar a otros lugares, a otros mundos.
La noche iluminó la estancia con su peculiar luz pálida, invitándonos a abandonar el lugar. Mi amigo nos acompañó mientras caminábamos casi en fila india hacia la entrada de la casa. Fue entonces cuando observé que llevaba el libro en la mano, casi disimuladamente. Antes de marcharme le pregunté el motivo, y lo que me contestó fue que, desde que tenía el libro había olído muchas cosas que le había trasladado a multitud de lugares, pero había uno en concreto con el que nunca se había trasladado. --¿A cuál?, pregunté con gran interés. --A una cafetería, --respondió. --Por lo que últimamente estoy intentando impregnar al libro del olor a café recién hecho.